INTELIGENCIA ARTIFICIAL
La Inteligencia Artificial, o por lo menos su pretensión, es ya un hecho en nuestro mundo contemporáneo. Obsesionados con la búsqueda de confort, pretendemos cada vez con mayor frecuencia que los aparatos o los “gadgets” resuelvan de manera automática una serie de problemas de nuestra vida cotidiana. Hablamos entonces de edificios inteligentes, teléfonos inteligentes, autos inteligentes, incluso de cosas inverosímiles como de topes inteligentes para reducir la velocidad de los autos. Fundamentalmente, un artefacto inteligente es aquél que de manera automática es capaz de adaptar su funcionamiento, dependiendo de una serie de circunstancias. La inteligencia artificial busca que las máquinas ofrezcan por sí mismas mejores respuestas.
Así, lo central de la inteligencia artificial es poder hacer
que una máquina se auto adapte o tenga cada vez mejores respuestas. Dicha adaptación se
logra por una serie de procesos que son el núcleo de la inteligencia
artificial. Stuart Russell y Peter Norvig (Inteligencia Artificial, un enfoque moderno, 2004) consideran que hay dos maneras de clasificar el modo de articular dichos
procesos: unos que intentan imitar las operaciones humanas y otros que intentan
crear respuestas con procedimientos puramente lógicos. En ambos casos, por la
vía de la simulación del “pensamiento” o por la vía de la construcción lógica,
los promotores de la inteligencia
artificial se proponen sustituir a las personas en procesos laborales, o
incluso en los de toma de decisiones. Los programadores de computadoras
intentan crear software cada vez más complejo que podría imitar la mente
humana, como el de la computadora Deeper
Blue que derrotó en 1997 al campeón del mundo de ajedrez, Garri Kaspárov.
La pretensión de sustituir a las
personas por máquinas puede ser aterradora. No parece difícil vislumbrar que,
en el fondo, los humanos vamos cavando nuestra propia tumba. Según esta
pretensión, la inteligencia ya no sería sinónimo de humanidad. La inteligencia
artificial nos va haciendo prescindibles, o tal vez “sacrificables”. El pasado
mes de agosto, el presidente del Banco Mundial, Jim Yong Kim, dijo en Argentina
que la “inteligencia artificial” podría eliminar más del 50% de los empleos en
América Latina en los próximos años, aunque se crearán otros nuevos. Crisis
laboral. Humanidad prescindible.
En el fondo, creo que nuestra idea
de inteligencia artificial es todavía
muy limitada. Primero, porque identificamos “inteligencia” con “procesos
mentales” (o peor, con “procesos lógicos”), que reduce tremendamente los
límites de la inteligencia. Segundo, porque la inteligencia se vuelve solamente
funcional.
A pesar de que los teóricos de la inteligencia artificial se reclaman
seguidores de la filosofía, esta idea de inteligencia tiene muy poco de
filosófico. La parte sensorial de la inteligencia
no ha podido ser tomada en cuenta hasta ahora. La inteligencia se identifica
también con sentir, apreciar, gustar, disfrutar: funciones humanas (y
humanizadoras). Y es que en la especie humana el sentir es inteligente, o como
diría Xavier Zubiri, la inteligencia es inteligencia
sentiente.
Lo intelectivo se da dentro de una sensibilidad, dentro de un modo de sentir.
No descuida la parte corporal ni la reduce a una serie de procesos lógicos.
Tampoco busca una respuesta determinada. La inteligencia no siempre es sinónimo
de “dar la mejor respuesta”, ni la más útil, sino que permite tener más
criterios para resolver problemas.
Pensando de manera novelesca: si las funciones
de la inteligencia pueden ser reproducidas por máquinas, ¿qué podríamos decir
de una máquina que “disfruta” algo? ¿Qué podríamos pensar de una máquina que
crea procesos altruistas en vez de procesos de mayor ganancia y acumulación de
riqueza? ¿Sería posible? ¿Habría algún robot (o sistema lógico) capaz de dar
amor, como el sistema operativo computacional de la película “Her”, que se enamora de su dueño? Tal vez en ese
momento las máquinas abandonarían su propia razón de ser, ¿pero no serían con
ello máquinas más inteligentes? Si bien las máquinas son construidas en función
de su utilidad, la inteligencia no
puede asociarse a tal efecto. Su naturaleza sensible la asocia también a la
belleza y a la bondad, la asocia con actividades cuya utilidad puede ser cuestionable. Las personas inteligentes meditan,
crean, disfrutan, piensan. No
necesariamente “producen” cosas. Pueden construir los fundamentos de la
producción, sí, pero también del gozo, de la risa, de lo que no tiene razón
“útil”. La inteligencia no puede ser útil porque es fundamento de la utilidad
humana, y por lo mismo no se somete a ésta.
Me resultan interesantes los
avances de la inteligencia artificial en el campo de lo mental. Me da
curiosidad saber si podemos emplearlas en otros campos. ¿Las máquinas podrán
también ayudarnos a una “justicia inteligente” o a una “compasión inteligente”?
Queda por verse.
Este artículo lo redacté para la Revista Autarquía
Número 6. Inteligencia Artificial
Septiembre de 2017.
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